Límites a la hora de tratar el dolor y el sufrimiento desde el propio ámbito profesional

Gabriel Delgado
5 min readJul 28, 2022

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Se ha hablado mucho sobre la experiencia de la propia existencia humana y el sufrimiento; de cómo la solidaridad constituye una actitud de estar con quien sufre; de cómo actuar a favor de alguien que está necesitado; y de que como profesionales debemos recapacitar valores, actitudes y admitir la propia finitud y fragilidad de los pacientes.

Esto crea espacio para el redimensionamiento de la propia vida y abraza con grandeza de alma la humildad, que consiste en la aceptación de la propia fragilidad, y ayuda a posicionarnos en comprender y determinar lícitamente los límites en el deber profesional para tratar el dolor y el sufrimiento del enfermo determinados por los derechos innatos e inviolables que toda persona posee. Límites que han surgido para establecer un cauce jurídico que impida sobrepasarlos y garantizar el respeto a la dignidad y a los derechos del hombre.

Es sabido que los extremos de intención y actuación deben ir bien delimitados, así como límites del dolor y sufrimiento con los que son frecuente enfrentarse en la práctica médica: el límite potenciar de la integridad del paciente como barrera protectora de valores más profundos, incluso íntimos; y el límite de la dignidad, que es ciertamente un valor con el que no se puede negociar porque es el más humano de todos los valores. Ciertamente, estos valores suponen al paciente y aparecen con él. Respetar la dignidad de las personas constituye la base de cualquier acto moral. Eso implica considerar al paciente no solo como un individuo enfermo, sino también como portador de valores y necesidades personales que hay que atender con la máxima comprensión y delicadeza, valores muchas veces aparatados por los planteamientos técnicos y científicos.

El principio terapéutico obliga a los médicos a emplear los medios que el conocimiento científico indica para controlar el dolor y el sufrimiento de los pacientes, pero sin caer en actuaciones que consigan únicamente prolongar una situación irreversible que a su vez pueda incrementar el dolor. El principio de defensa de la vida física establece la necesidad de manejar el dolor y la aplicación de todas las medidas acompañantes que exige la asistencia de una persona que sufre. La observación del principio de sociabilidad y subsidiaridad supone que cualquier enfermo que precise ser tratado tiene derecho a recibir ese tratamiento, independientemente del lugar donde sea atendido y sean cuales sean las creencias de quien le trata. Además, se debe ponderar cuidadosamente el uso de medios costosos y limitados cuando no van a repercutir en ningún beneficio para el enfermo. Respecto al principio de libertad y responsabilidad, hoy no se acepta iniciar un tratamiento sin conocer y respetar la voluntad del sujeto, y esto es importante. En una condición de tanta fragilidad como una enfermedad incurable, es a veces complicado tomar decisiones. Con frecuencia el paciente o sus representantes experimentan un bloqueo emocional que les impide manifestar sus deseos. La medicina moderna nos exige comomprofesionales ayudarles a ello y evitar actitudes paternalistas.

Determinar los límites del dolor y del sufrimiento en la toma de decisiones implica evitar actitudes extremas: entre continuar con medidas desmesuradas y el abstenerse de hacer cualquier cosa, se debe imponer el raciocinio y la buena práctica clínica. La inevitable incertidumbre que conlleva el ejercicio de la medicina se hace todavía más evidente a la hora de decidir sobre el momento de la irreversibilidad de la situación, por ejemplo. Por eso conviene aplicar medidas proporcionadas y fundadas en la evidencia científica, emplear el juicio clínico y considerar experiencias similares en otros pacientes, utilizando, a ser posible, sistemas de valoración de la gravedad.

El adecuado tratamiento del dolor es una prioridad en el cuidado de todos los pacientes y hunde sus raíces en los mismos orígenes de la profesión médica y la enfermería. Los médicos y demás profesionales de la salud tienen la responsabilidad de tratar al paciente y a la persona, lo cual significa que han de evaluar y tratar el dolor y el sufrimiento de todos y cada uno de los enfermos, puesto que dejar de hacerlo supone asumir dicha responsabilidad o, lo que es lo mismo, responder por ello ante los pacientes y la sociedad misma.

El Código Internacional de Ética Médica de la Asociación Médica Mundial (1949) establece que “el médico debe a su paciente todos los recursos de su ciencia y toda su devoción”. La Declaración de Venecia sobre Enfermedad Terminal (1983) de la misma Asociación indica que “el deber del médico es curar y, cuando sea posible, aliviar el sufrimiento y actuar para proteger los intereses de sus pacientes”. El Comité de Expertos en Alivio del Dolor y Cuidados Paliativos en el Cáncer declaró en 1990 que “librarse del dolor se debe considerar un derecho de los pacientes con cáncer, y el acceso al tratamiento del dolor, una medida de respeto a ese derecho”. También lo hacen las normas políticas.

A la hora de abordar el dolor y el sufrimiento es vital que se haga de manera integral incorporando dos convicciones éticas: que todo individuo sea considerado como un todo, tratado como ente autónomo y que las personas con autonomía disminuida tengan derecho a ser protegidas. También se deben tomar en cuenta que cuando se percibe una desproporción entre los fines y los medios que se van a usar los profesionales deben preguntarse acerca de la limitación del esfuerzo terapéutico, plantearse la indicación técnica, y por tanto la justificación ética de alguna medida frente a la situación del paciente, ya sea por dolor físico, emocional y/o social con el fin de aliviar como imperativo moral.

Debe distinguirse entre síntomas “difíciles” y “refractarios” para poder atender a las necesidades de paliación de cada individuo en todo momento. La asitencia profesional no se puede reducir a una simple operación técnico-científica. Debe incluir siempre la dimensión interpersonal: tratar no sólo de evitar el dolor y de paliar los síntomas que provienen de estructuras y funciones biológicas que se arruinan, sino también de suprimir la amenaza de soledad y de indefensa que percibe el enfermo, de comunicarle paz y calor humano, así como respetar la autonomía del paciente al hacerlo partícipe de su tratamiento, creer en el dolor que manifiestan, diseñar con él el plan terapéutico. El principio de defensa de la vida física exige, ante todo, buscar el bien para el paciente. Permitir que él sufra dolor, sin poner los medios necesarios para evitarlo, vulnera abiertamente ese principio. Además, y dado que el dolor en sí produce su propia morbilidad, el tratarlo adecuadamente evita el sufrimiento, mejora el pronóstico del paciente y facilita su recuperación. El principio terapéutico, asociado tradicionalmente al primum non nocere, exige evitar cualquier daño que pudiera infringírsele al paciente, minimizar los riesgos de una intervención.

Los profesionales de la salud deben preocuparse siempre sobre cómo tratar el dolor y el sufrimiento, establecer sus criterios, los principios, los puntos de referencia, los fines y las consecuencias para cuidar sin abandonar. La correcta valoración y aplicación en la práctica profesional de los principios esenciales de la bioética contribuyen a abordar los dilemas que se presentan en el tratamiento del dolor y a lograr una relación más humana y dignificante en la relación médico-paciente.

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Medicina, ethos y humanidades. Bioética, Universidad Católica San Antonio de Murcia.

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